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Opinión: América Latina puede convertirse en la mayor víctima del COVID-19

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19/03/2020


RÍO DE JANEIRO — América Latina ha sido hasta ahora una de las regiones menos afectadas por el COVID-19. El primer caso fue detectado el 26 de febrero en Brasil, la primera muerte, el 7 de marzo en Argentina.

La pandemia ha tardado en llegar a la región, pero esta semana el Ministerio de la Sanidad brasileño ha anunciado el inicio de la fase de transmisión comunitaria del virus, que consiste en el contagio local entre personas que no han viajado a zonas de riesgo en el extranjero ni han estado en contacto con personas provenientes de esas zonas. Esto significa que el simple aislamiento de la región y de los infectados no será suficiente: los casos de COVID-19 crecerán en América Latina.

Es preocupante porque la región no está preparada para la propagación del virus y se puede esperar un escenario aún más complejo que el europeo —donde se han registrado más de 4000 muertes y más de 80.000 casos— e incluso volverse la mayor víctima del COVID-19, si las autoridades sanitarias y los gobiernos de nuestros países no adoptan acciones inmediatas para fortalecer sus sistemas de salud. Combatir una pandemia que afectará a una parte significativa de la población no solo es cuestión de inversión sino de un agresivo y eficaz redireccionamiento de los recursos existentes para disminuir sus efectos.

A diferencia de Estados Unidos, gran parte de los países latinoamericanos tiene la salud como un derecho social garantizado por la constitución, tal es el caso de México y Perú. Las constituciones brasileña y venezolana van más allá y la establecen como “derecho de todos y un deber del Estado”. Sin embargo, cuando vemos la proporción de recursos que esos países asignan a la salud pública, nos damos cuenta de cuán lejos están de otros países que se proponen también proveer salud para todos.

De acuerdo con un estudio del Instituto de Estudos para Políticas de Saúde (IEPS) —un centro de investigación independiente enfocado en la creación de políticas públicas de salud en Brasil—, México destina el 3 por ciento de su PIB a la salud pública y Venezuela, el 1,7 por ciento, mientras que el promedio en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) es de 6,6 por ciento. Italia, por ejemplo, el escenario más terrorífico del coronavirus en estos días, destina el 6,7 por ciento de su PIB a la salud pública. Si se toma en cuenta la inversión total en salud (pública y privada) por habitante, vemos que la región es una de las que menos invierte en salud: 949 dólares per cápita, casi cuatro veces menos que los países miembros de la OCDE e incluso menos que el promedio de los países de Medio Oriente y el norte de África.

La clara limitación de la oferta de estos servicios se agrava por el hecho de que América Latina presenta un panorama epidemiológico —es decir, las principales causas de morbilidad y mortalidad de una población— más complejo que otras partes del mundo. En la región se combina la prevalencia de enfermedades no transmisibles —característica de países desarrollados— con enfermedades infecciosas de países pobres. Los sistemas de salud latinoamericanos tratan tipos de enfermedades totalmente diversos —de la hipertensión y la diabetes al dengue y el zika— y que requieren acciones de salud muy distintas.

A eso se suma una otra especificidad de América Latina que pesa en el sistema de salud: las victimas de violencia. En esa región, donde vive solo el 8 por ciento de la población mundial, se registra el 33 por ciento de los homicidios de todo el mundo. Un cuarto de todos los asesinatos del mundo se producen en México, Venezuela, Brasil y Colombia.

Tomando en cuenta ese contexto, ¿cómo podrán los países de la región hacerle frente al coronavirus?

Un estudio reciente del IEPS proyecta que solo los costos con unidades de cuidados intensivos (UCI) de pacientes de COVID-19 pueden llegar a consumir el equivalente al gasto total del gobierno brasileño en hospitalizaciones en 2019. Según el estudio, con cada punto porcentual de la población infectada de esta nueva cepa de coronavirus habrá que gastarse 1 billón de reales (equivalente a 250 millones de dólares) en hospitalización. Si un 20 por ciento de la población se infecta, el costo de hospitalización de estos pacientes sería equivalente al 98 por ciento del costo total de producción hospitalaria cubierto por el gobierno en todo 2019. Brasil tendría por lo tanto que doblar su capacidad de UCI o redireccionar todos los recursos de UCI solo para atender a los pacientes de COVID-19.

Pero es poco realista esperar que América Latina invierta más en los sistemas de salud. Incluso antes del brote del virus, las proyecciones indicaban un crecimiento económico muy bajo para la región en los próximos dos años. Esto hace poco probable que se invierta más en salud, y en especial en salud pública. Lo más seguro es que veamos un redireccionamiento de la oferta de salud para enfrentar la nueva emergencia sanitaria. Eso significa que los gobiernos movilizarán recursos financieros o asistenciales suplementarios solo para tratar a los pacientes de COVID-19 y podrían dejar sin esos recursos a otros pacientes. Tal situación puede agravarse si a ella se superponen brotes de otras enfermedades infecciosas. En 2019, se registraron 1501 muertes por el dengue en la región, un récord histórico.

Si una parte significativa de la población es infectada, los sistemas de salud tendrán que elegir entre atender a las víctimas del COVID-19 o a los portadores de todas las otras enfermedades. Tal escenario es dramático y convertiría a América Latina en la mayor víctima del coronavirus.

Para evitarlo es esencial que los gobiernos nacionales tomen dos importantes decisiones. En primer lugar, la más urgente, que inviertan masivamente en medidas de contención de la propagación de la epidemia, creando todos los incentivos posibles para que los ciudadanos eviten la circulación. En segundo lugar, y a largo plazo, que inviertan más y mejor en sus sistemas de salud para garantizar el acceso de todos los ciudadanos a la atención médica y asegurar que la región no esté tan desprotegida ante nuevas epidemias.

Miguel Lago es politólogo, director ejecutivo del Instituto de Estudos para Políticas de Saúde (IEPS), un centro de investigación basado en Brasil que se dedica a estudiar políticas y sistemas de salud.

nytimes

Sin agua no hay salida a la pobreza

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14/09/2019

Hace pocas semanas supimos de un hombre de 83 años que se quitó la vida producto de la crisis del agua en Petorca. Si bien sufría de depresión, producto de la muerte de una hija, optó por el suicidio cuando la sequía lo dejó seco en el más amplio sentido de la palabra.

El caso fue difundido en la prensa y las redes explotaron con mensajes donde se repetían las palabras vejez, depresión y soledad. Pero muy pocos vincularon su muerte a un fenómeno que podría explicar todas las anteriores: la vejez en Chile es sinónimo de pobreza.

La pobreza no significa solamente privaciones materiales; incluye también la vulnerabilidad ante los desastres “naturales” y la capacidad limitada para hacer frente a dichas vulnerabilidades. Por eso, el suicidio de un hombre de 83 años producto de la crisis del agua no es una realidad marginal, sino central en un mundo donde la concepción de pobreza se amplía y se profundiza en nuevas y complejas dimensiones. Hablamos de pobreza energética y medioambiental, por ejemplo, y dentro de esta última la escasez de agua es vital.

Según el estudio “Pobres de agua” de Fundación Amulén, junto al Centro Cambio Global y el Centro del Derecho y Gestión de Agua, el sur del país es la zona más afectada. Destaca La Araucanía, con un 71%; Biobío, con 68%; seguida de Los Lagos, con 64%; y Los Ríos, con un 62%.

Los más vulnerables y marginados son las grandes víctimas de los desastres “naturales”. Y aquí los mayores llevan la delantera. Hogar de Cristo cuenta con residencias, también Programas de Atención Domiciliaria en la región de Los Ríos, para personas como el criancero de Chincolco. Adultos mayores que se encuentran en situación de pobreza y exclusión social, sin redes, ni consuelo. Verlos, atenderlos, asistirlos, quererlos, incluso llevarles agua, es nuestra tarea como fundación, pero también es un deber que tenemos todos, como sociedad.

Claudia Ruiz, Jefa de Operación Social de Hogar de Cristo.

Columna: La crisis salmonera, El Niño y rol del Estado

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09/03/2016


La corriente de El Niño que elevó las temperaturas del agua, sumado a un verano excepcionalmente seco y caluroso, con radiaciones altísimas en el sur de Chile, confabulan para situaciones atípicas como la presencia de medusas en el río de Valdivia o, para el caso a desarrollar, cerca de 30 mil toneladas de salmones de cultivo perdidos, con un grave daño a la industria, en Chiloé y el sur de la Décima región.

¿Se podía prever esta catástrofe? La experiencia dice que no. Todos los especialistas con quienes he conversado, coinciden en que la sobrefloración de la microalga culpable, la “Chatonella”, es tan rápida, tan intempestiva, que no da tiempo a su control.

En algunos países más industrializados que Chile, las algas se controlan mediante ventiladores gigantes para apartarlas de los cultivos. Pero seamos realistas: nuestra industria, en especial los emprendimientos más pequeños, no tiene la fuerza para este tipo de inversiones ante eventos atípicos de la naturaleza.

¿Qué nos cabe hacer como Estado entonces, ante un fenómeno así de la naturaleza? No mucho. Pero en ese margen es que cabe mi llamado al Ejecutivo:

Se requiere el voto político para exigir al Gobierno, con suma urgencia, articular cuanto antes un plan de contingencia, intersectorial, para abordar los impactos económicos y laborales que nos puede dejar esta batahola, si es que no somos capaces de activar a tiempo medidas de protección en la zona más afectada.

Porque lo peor que puede pasar es que tras la catástrofe venga la inmovilidad. Bien recordamos la gente del sur el desastre que hace unos años dejó el virus ISA en los cultivos, las miles de personas que quedaron cesantes a vista y paciencia de las autoridades, las millonarias pérdidas y el retroceso de nuestra economía a los ojos del mundo.

Es urgente, primero, generar consensos con la autoridad pesquera para flexibilizar aquellas obligaciones que implican  cargos económicos, gravámenes, tributaciones y otros, a la industria y a la actividad salmonera, mientras la producción vuelve a sus niveles históricos.

Segundo, debe iniciarse cuanto antes un catastro del empleo que se está afectando, para evitar a toda costa el cierre de plantas y el consecuente despido de trabajadores.

Tercero, debe activarse de forma preferente y urgente la red de protección social del Estado a las familias que ya pudieren estarse viendo afectadas por la caída de la producción, así como también los instrumentos de apoyo a la empresa y la intercesión ante la banca para conseguir flexibilidad, porque es seguro que muchos de los compromisos económicos contraídos no podrán cumplirse a raíz de esta externalidad negativa no considerada.

Y cuarto, hay que pensar desde ya en la necesidad de incrementar el apoyo en transferencia tecnológica, en especial a las producciones más incipientes, porque recordemos que éste es un evento estacional, pero que sin duda alguna, más tarde o más temprano se va a volver a repetir.

BERNARDO BERGER FETT
Diputado de la República
Miembro comisión de Pesca, Acuicultura e Intereses Marítimos
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